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Cuando haces pop

Tenía que haberlo sospechado desde el tercer café que se tomaron juntos, cuando le cambió el nombre diciéndole que José Vicente era demasiado serio, que le pegaba más Chevi. Pero no, él no oyó la señal de alarma, ni siquiera cuando un mes después empezó a notar que Fanzio hablaba con la ayuda de eslóganes publicitarios, como si fueran muletas. ¿Qué se podía esperar de alguien que soltaba varios «piensa en verde» a lo largo de una reunión, repetía «porque yo lo valgo» cada vez que sacaba un bollo de la máquina o se despedía con un «enciende tu lado fresh» todos los viernes? Nada bueno. Y aun así, José Vicente cayó en la trampa y aceptó ir con él a la Cómic Con: porque no conocía a nadie en Madrid, porque estaba harto de pasar los fines de semana solo y porque realmente le apetecía ver a Lena Headey en vivo y en directo.

Fanzio le recibió en su casa disfrazado de Jon Nieve, y tras acribillarle a eslóganes, invitarle a compartir un porro y varias litronas y mucho machacar –«Tío, esto es la chispa de la vida», «Vamos, anímate, que he quedado con dos amigas: una va de Mística, de los X-Men, y la otra de princesa Leia», «En serio, colega, están buenísimas», «Venga, que cuando haces pop ya no hay stop»–, consiguió que él se disfrazase también. De Wonder Woman, el único disfraz de su talla que había en el chino, que incluía peluca, escudo y, afortunadamente, leotardos de lana.

Una hora más tarde llegaban a las puertas del recinto ferial, donde se arremolinaban Harry Potters, Lobeznos, vikingos, zombis, personajes de manga y, por supuesto, varias legiones de Cerceis y Daenerys. Fanzio llamó por teléfono a Mística y al cabo de cinco minutos apareció una chica bajita de pelo naranja enfundada en un mono de charol azul eléctrico. Leia iba detrás, con sus rodetes y su vestido blanco.

–¿Qué te decía yo? ¡El algodón no engaña! ¿Están buenas o no? –murmuró Fanzio, fascinado ante aquella aparición.

José Vicente hubiera preferido a Leia en su versión esclava, con trenza y biquini, aunque comprendió que en un noviembre madrileño ese disfraz habría resultado mortal. Quizá lo llevara debajo, y a intentar averiguarlo se dedicó toda la tarde: preguntándoselo una y otra vez, levantándole el vestido en cada stand y tirándole de los rodetes a la menor oportunidad. Hasta que Leia, que le había estado dirigiendo manotazos, monosílabos y miradas de espada láser, le dio esquinazo y se largó. Para entonces Fanzio y Mística habían desaparecido en la cola de una firma de autógrafos.

Al verse solo, José Vicente dejó su escudo en el suelo, se apartó la capa con un golpe de melena y se llevó una mano a la cintura, donde creía haber guardado el móvil. En ese instante descubrió que lo había perdido. Y con él, su DNI, su tarjeta de crédito y su bonometro. «A lo mejor está en el abrigo, con el suelto y las llaves de casa», pensó, y se agachó para cogerlo, hasta que entendió que tampoco tenía abrigo. Anonadado, José Vicente fue inútilmente a objetos perdidos. Cuando allí certificaron su desgracia, salió del recinto rodeado de guardias de la noche que le recordaron al maldito Fanzio y echó a andar hacia la única dirección que se sabía, aparte de la de su piso: la de su oficina.

–¡Permítame que insista, pero yo trabajo aquí! ¡Solo necesito entrar un momento a por la copia de las llaves de mi casa! –le gritaba al de seguridad una Wonder Woman furiosa a la una de la madrugada.

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