En el Día del Libro, un homenaje a un clásico
Del diario de Edward Rochester,
transcrito por el reverendo Wood
tal y como el propio señor Rochester se lo dictó,
confiando en que sirva de alivio
para un alma atormentada.
Cuando desperté, todo era oscuridad, sed y dolor, un dolor infinito que me recorría el cuerpo y me lo partía en dos, sin piedad, como el rayo que, cierta noche, partió el castaño de Thornfield Hall, ese lugar que ya no existe.
Tampoco existía yo, o apenas: solo era una sombra fugaz en las colinas, una piedra pulverizada por la rueda de un carruaje. Hacía mucho que me había abandonado y dejado morir; y a punto estuve de conseguirlo, de convertirme en una lápida más de las que tapizan la iglesia, pero, sin duda, el dolor y la sed demostraban que, por desgracia, seguía vivo.
Me hallaba en una cama tosca, pequeña e incómoda, envuelto en unas sábanas que, aunque olían a jabón, resultaban ásperas al tacto, tanto que me quemaban la piel. La sentía fina y delicada como un guante de mujer. Intenté abrir los ojos, pero sobre ellos había un tejido, tal vez de lana, que me lo impedía. Era una venda y estaba empapada en aceite: su olor competía con el del jabón, el de mi sudor y el del cabello y la carne abrasados, el regalo maldito de Bertha. Traté de arrancarme el pedazo de tela, pero lo habían anudado a conciencia, y además, al llevar hasta él no solo la mano derecha, sino también la izquierda, descubrí –sin mayor sorpresa que la que me hubiese producido descubrir que realmente estaba bajo tierra– que esta era un muñón seco y leñoso, y que jamás volvería a acariciar el rostro de Jane Eyre, mi Jane.
Después de un breve instante de desfallecimiento, retiré las sábanas despacio, me incorporé y puse los pies en el suelo, una piedra fría que agradecí. Agua, solo deseaba un poco de agua, y ese deseo animal fue lo único que me permitió soportar el dolor de tanto esfuerzo. Entre tinieblas alargué el brazo derecho hacia donde quizá hubiera una mesilla y enseguida golpeé lo que se me antojó una jarra, que cayó con ruido de peltre, derramando su contenido por doquier. Seguí explorando el aire, esta vez con más cuidado, y entonces tropecé con el perfil de una jofaina. Me llevé el borde a la boca y bebí sin miedo a lo que hubiera dentro, ya fuese agua limpia o sucia. Resultó ser un agua dulce y fresca que, por supuesto, no me mató; más bien al contrario, al cabo de un rato me infundió el ánimo suficiente para levantarme con piernas temblorosas y estudiar la habitación a tientas, con el sonido de un reloj, las risas de unos niños y el relincho de un caballo como telón de fondo.
Sin embargo, en aquel espacio no había nada que estudiar: las paredes, que recorrí con la mano que me quedaba, estaban desnudas; no había adornos ni muebles, y pronto para lo que se puede decir de un ciego que acaba de estrenar su condición, alcancé unas cortinas gruesas tras las que se escondía una ventana. Cuando las abría se abrió también la puerta del dormitorio, y una voz, que reconocí como la del doctor Carter, gritó «Señor Rochester, ¿qué hace usted ahí? ¡Si mira la luz del sol perderá la vista definitivamente!», sin comprender que yo ya lo había perdido todo: hacienda, ojos, mano, corazón, vida.