No hay ni cielo ni aceras, ni izquierda ni derecha. No hay frío, no hay coches, no hay pájaros. No hay ni tiempo ni espacio, ni gente, ni trabajo, ni prisas. No hay colores, salvo el verde clorofila del deseo; no hay ruido, salvo el del papel celofán de su aliento; no hay miedo, salvo el de no llegar a besar sus labios, salvo el de que sus labios no se atrevan a besarla.
No hay ojos que los miren, solo los suyos, dos ojos que se miran en otros dos, giran y se multiplican como caleidoscopios. No hay palabras, ni grandes ni pequeñas, ni torpes ni acertadas; tampoco hay risas, ni sonrisas, ya no. Ni viento, ni esa lluvia bailarina que se descuelga por los abrigos y poco a poco, con la paciencia de la hiedra, los empapa.
No hay hambre, no hay pan; no hay sed, no hay agua. Solo hay una mano temblorosa, la de él, que duda, que arde y avanza como entre ramas hacia ella, hacia el reflejo caoba de su pelo; que se congela, retrocede y busca el refugio de un bolsillo. Solo hay un corazón, el de ella, que bate las alas, que quiere salir de su jaula y tropieza con los barrotes de su caja torácica. Solo hay un momento, un instante, un segundo -el lanzamiento de unos dados, el rojo y el negro de una ruleta, un parpadeo, el vuelo de un insecto, el flash de un fotógrafo, el dibujo de un cigarrillo en el aire-, y si nadie lo atrapa se perderá para siempre en los sótanos de un museo.
No hay ni excusas ni reproches, ni mentiras ni verdades. Ya no hay espuma ni mares. Ya solo hay espinas en los dedos y una bola de papel de plata atravesada en la garganta. Ya solo hay frío, lluvia ácida y un apresurado «Nos vemos mañana en la oficina» que se aleja calle abajo y acaba, con el barro, en las alcantarillas.