Encontré el armario del dormitorio abierto; solo un poco, lo justo para colarme dentro. Olisqueé los zapatos, miré los bajos de los pantalones y salté a la segunda balda: allí me instalé, en un rincón oscuro, para dormir un rato. Me gustan los armarios en invierno. Están llenos de camisetas y jerséis mullidos en los que puedo enroscarme y olvidarme del mundo. A veces los chupo y los mordisqueo. Sé que a él no le hace gracia, pero me da igual. A mí me tranquiliza. Y, además, comer lana me aplaca el ardor de estómago que tengo de vez en cuando. Me gustan los armarios, sí, ese ligero olor a piel, a barro y a suavizante; ese silencio de algodón que lo envuelve todo, saber que tardará bastante en encontrarme si llega a casa y no salgo a recibirlo… Estaba soñando con cinturones que se arrastraban como serpientes de cuero cuando oí el ruido de la puerta principal y tacones por el pasillo. Estiré las orejas y saqué un poco las garras, esperando. Entonces escuché su voz, esa voz dulce que me arrullaba por las noches y me saludaba por las mañanas, al cambiarme el agua y abrirme una de esas latas que nunca sustituirán a un buen ratón de campo. Y otra voz, una que alguna vez había oído, más chillona, cuando organizaban cenas y todo era música, risas, guisos, vino, tabaco y resaca.
—Venga, Marga, no te rajes ahora. Me dijiste que me ayudarías.
—Ya, pero es que pensé que estabas de coña. No podemos hacer esto. Es cruel, cruel y asqueroso.
—Joder, tía, no sabía yo que eras tan floja… Vamos a hacerlo porque me da la gana y porque se lo merece; porque le he entregado tres años, porque he estado siempre ahí, para lo que él quería cuando él quería, y el muy cabronazo, mientras tanto, se liaba con medio departamento y tonteaba con el otro medio. Solo es dejarle un recuerdito… Ni que fuera a prenderle fuego a la casa.
—Es repugnante. Yo no sé ni cómo has podido coger esa cosa y tenerla en el piso de tus padres durante tres días.
—Los guantes y el balcón me han venido bien. Tú echa la pintura por encima de la cama, que yo voy sacando esto.
Entonces sentí un «¡Pop!» y el crujido de una bolsa de plástico y noté el hedor de la putrefacción. Tenía curiosidad, desde luego, pero no deseaba revelar mi presencia y tampoco perder mi dignidad husmeando como un perro. La paciencia es un arte que se ejerce con estilo, algo que a mí me sobra. Ya encontraría el momento de descubrir qué estaba pasando…
—Marga, echa un poco más de pintura por ahí; sí, por esa esquina. Eso es. Queda genial, parece sangre de verdad. Y otro poco por aquí, cerca del cadáver.
—Madre de Dios, ese animal apesta. Vámonos ya, tía, que si no voy a vomitar.
—Es increíble que este pobre gato sea idéntico a Fluffy, ¿no? En cuanto lo vi tirado en el parque, tieso como la mojama, se me ocurrió el plan. Ese hijoputa se va a llevar un disgusto del copón. A Fluffy lo quiere más que a sí mismo, no te digo más…
—Oye, y hablando de Fluffy… ¿No nos lo íbamos a llevar? ¿Dónde estará ese bicho?
—Pues como no lo hemos visto por ningún lado, ni ha salido a hacer la croqueta en el rellano, yo me apuesto lo que sea a que está metido en el armario. Le encanta esconderse ahí dentro y hacerse de rogar cuando lo llamamos. Tú recoge la bolsa y el bote, que yo me encargo de Fluffy.
La puerta del armario se deslizó silenciosamente y ante mí surgieron sus ojos negros, su nariz, su boca pequeña y cariñosa. La contemplé durante varios minutos y supe que la echaba de menos: extrañaba los rizos de su pelo, la caricia de sus dedos, el aroma de su cuello, las pisadas de sus pies descalzos sobre el suelo. Nos miramos, sonreímos y sí, tuve que admitir que la amaba, sin asomo de duda. La amaba a ella, no a él. Mi hogar era ella, pese a que él me había regalado las comodidades de una casa. Entonces me cogió en brazos, me dio un beso y me metió en el transportín. Y nos marchamos.