Me gustan las hojas de los árboles: en primavera, cuando le rascan la barriga al cielo, y en otoño, cuando inundan el suelo de charcos amarillos, marrones y rojos. Me gusta pisarlas y oír su crujido, y me gusta que Baku, mi perro, comparta ese placer y las pise conmigo. Me gustan las sandalias en verano, caminar casi descalza enseñándole al sol las uñas pintadas, y las bufandas gruesas en invierno, bien pegadas al cuello, como si fueran pastillas de menta para el dolor de garganta. Me gustan la lluvia —de noche, cuando oigo su murmullo parapetada bajo el edredón—, el olor a tierra mojada y el silencio. Tres privilegios cada vez más escasos. Me gusta, no sé por qué, tender la ropa recién lavada, aunque recogerla, doblarla y guardarla sea una calamidad inevitable que tolero como buenamente puedo. Me gustan las agendas sin estrenar y las trescientas sesenta y cinco posibilidades que ofrecen; también me gustan cuando están plagadas de notas, manchadas y agotadas, y me encanta mirarlas con el paso de los años (pues las guardo compulsivamente, hasta que me da por tirarlas) para comprobar cómo cambia, o no, la vida. Me gustan los helados, el pisco sour y los margaritas de tamarindo; me gustan las palmeras de chocolate, los pasteles y los bizcochos. Resumiendo: me gusta el azúcar, y maldigo el día en el que los médicos lo declararon nuestro nuevo enemigo. Me gustan las casas extremadas, blancas y llenas de luz: o los áticos voladores donde zurean las palomas o las casas bajas y antiguas de una sola planta, como la que construyó mi abuelo al lado del mar. Me gustan las fotos viejas y la gente necesaria: la que dibuja, la que imagina, la que ríe, la que quiere y la que cuida de las cosas insignificantes —eso dicen—, como una montaña o una abeja.
No me gustan ni el vino ni la cerveza, pese a que he intentado que me gustaran por todos los medios. Con el café me ocurría lo mismo, aunque por suerte a él logré domarlo. No me gustan las películas de superhéroes ni La guerra de las galaxias; prefiero la versión original y las salas medianas, pero sea en cines grandes o pequeños, en pelis dobladas o subtituladas, ¡y en esto soy irreductible!, no soporto que la gente llegue tarde, cruce más de dos palabras o esté pendiente del teléfono. No me gustan los que no recogen las cacas de sus perros, ni los que tiran basura en el campo, colillas en la playa o exabruptos a diestro y siniestro, sobre todo si son periodistas con sillón en la tele o columna semanal, contertulios o, Dios me libre, políticos. No me gustan ni las bodas ni la Navidad, con sus gestos repetidos, sus tiranías y su felicidad a rajatabla, aunque a veces eche de menos a los Reyes y las bodas de mi infancia, que eran un campo de juegos para mí y mis primos. No me gustan los bares vacíos, las casas sin calefacción o las bombillas fundidas: todo eso me produce tristeza. También me parecen tristes las prisas: por esa razón a veces me paro a observar, a leer, a escuchar, a escribir, a echar la siesta.