No extrañaréis los palacios,
los coches, los rascacielos,
las corbatas o los trajes de diseño.
No: extrañaréis el prodigio de abrir un grifo,
el sabor limpio del agua,
el camino de los ríos
y la sombra viva de un olivo.
No extrañaréis los aviones,
los cruceros, la televisión,
esa caldera que siempre se averiaba
o los ordenadores, no.
Extrañaréis el aleteo de los pájaros,
su transparente ir y venir,
los campos de girasoles
y necesariamente algo tan simple
como las flores de un almendro.
No extrañaréis esas dos gotas de Chanel número 5
con las que se acostaba Marilyn Monroe,
ni las toallitas desmaquillantes,
ni el after shave, ni el ácido hialurónico.
No, extrañaréis la belleza
de los animales grandes y pequeños:
los ojos de un caballo,
las ballenas y su piel curtida,
el zumbido de las abejas
y, sin duda alguna,
la delicadeza formidable de las mariquitas.
No extrañaréis el menú degustación,
ni el rincón gourmet de El Corte Inglés,
ni siquiera el buen vino.
O quizá el vino sí,
y ese recuerdo doloroso os estará permitido,
pues no en vano es el néctar
la bebida de los dioses
(así aprenderéis a no jugar con fuego).
Extrañaréis el vino, de acuerdo,
y la brisa fresca
y el olor a pan recién hecho
y las cerezas
y la hierba húmeda
y la nieve
y el verde explosivo de las junglas.
Creedme, os lo advierto.
Soy Casandra, Apolo me concedió el don de la profecía.
Yo vi la caída de Troya antes de que ocurriera,
la muerte de Agamenón, mi propia desgracia.
Nada pude evitar.
Tal vez vosotros aún tengáis tiempo.
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