Buey, tortuga, gusano
Cierras la puerta con suavidad, para no despertar a Susana, como siempre que trabajas en domingo; llamas al ascensor, esperas, abres, pulsas la B, bajas, pones un pie delante de otro y sales a la calle, todo de manera automática. Confías en tus pies y en su memoria mansa y bovina. Son dos bueyes de carga —están acostumbrados a arar la tierra, a dibujar surcos en la acera y a recorrerlos infinitamente, primero en una dirección, luego en la otra—, y te llevan despacio, entre la luz espesa y amarillenta de las farolas y el eco de tus botas, hasta la boca del metro. En la barandilla se enredan varios bostezos y pasas por el torniquete agarrado a una nube de sueño. Ella viaja sin billete. No hay nadie en los pasillos: a esa hora de la mañana solo los recorréis tú y el ruido de las escaleras mecánicas. Los domingos, cuando te concentras, con un esfuerzo de voluntad e imaginación, te parece el de un río de montaña. Dos tramos de escaleras, doblas hacia la izquierda, otra escalera más, diez pasos y alcanzas el andén. Todo reluce, como si acabaran de pulir el suelo, lavar las paredes, vaciar las papeleras, y te preguntas, curiosamente por primera vez, cuándo limpiarán el metro, cómo llegarán hasta cada estación los encargados de la limpieza: si en cada parada habrá un operario que entre cuando salgan los últimos pasajeros, o si existirá un tren especial que los desplace solo a ellos, en medio de la noche más cerrada, un tren de madrugada dedicado a trasladar a un ejército de soldados que invade día tras día el mismo país y lucha siempre contra el mismo enemigo. Infatigablemente, piensas, igual que luchas tú en la gasolinera contra tus propios adversarios. El cansancio, la rutina, el hastío. Piensas, piensas en la caja, las tarjetas, los clientes, los coches, los surtidores, ese olor a diésel y a gasolina normal y sin plomo que has aprendido a diferenciar con los años y que te impregna la piel, la ropa y el pelo como un perfume barato. Veinte años. Piensas en ellos y entonces aparece el metro, como un gusano, horadando la oscuridad del túnel con dos faros blancos. El gusano se detiene, abre las puertas y tú te hundes en su barriga. Suena el silbato, el gusano arranca, te meces en sus entrañas. Las estaciones se suceden, todas desiertas, impolutas, casi idénticas, hasta que el gusano enfila Méndez Álvaro, frena y se abren las puertas. Y entonces lo ves.
Entra en tu vagón y se sienta enfrente de ti, tecleando sin cesar en un teléfono móvil. Lo reconoces inmediatamente, a pesar del tiempo que ha pasado. Lo reconocerías aunque fuese la hora punta de un jueves y el metro estuviese atestado de gente sudorosa. Reconoces el ángulo recto y fuerte de su mandíbula; el fantasma de la barba bajo las dos capas de maquillaje; la melena rubia y ondulada, ahora mucho más larga; los ojos verdes de Susana, pesados bajo una sombra de color gris. Lleva un vestido corto y ajustado, tacones rojos, a juego con las uñas y los labios, ni rastro de chaqueta o abrigo pese al frío de principios de febrero. Observas sus piernas, esas piernas largas y delgadas que heredó de ti, y el silbato te sobresalta. Las puertas se cierran, el gusano arranca y tú no puedes dejar de mirarlo. Tienes el pulso acelerado y las manos temblorosas. De repente se te ha secado la garganta y notas una bola de ácido en el estómago. Te ofende. Sí, esa es la palabra. Su presencia, su ridículo bolsito, el brillo de sus medias, esas piernas perfectamente depiladas te ofenden, te repugnan, te insultan. Te obligan a recordar la vergüenza, los comentarios de los vecinos, las peleas. El metro entra en Pacífico y él continúa escribiendo sin reparar en ti. Las puertas se abren, se cierran, no entra nadie, suena el silbato, el gusano se mete en el túnel, las luces parpadean. En un minuto llega a Conde de Casal. Las puertas se abren, las puertas se cierran sin que haya subido nadie. No has oído el silbato. Ya solo oyes los latidos de tu corazón. Sigues mirándolo, porque el mundo se ha reducido a él, y compruebas que de pronto se retira el pelo de la cara y se fija en ti. Y te reconoce. Cómo no reconocerte. Y deja de teclear. Y sonríe con gesto tímido, de sorpresa. Y se tira del vestido y trata de ponerse en pie. Y en ese instante, aprovechando la curva con la que el metro se columpia antes de detenerse en Sainz de Baranda, tú te apoyas en la barra, te levantas y le lanzas una patada que le acierta de lleno en la boca y la nariz. Oyes el crujido de los huesos y el grito de dolor, luego un quejido, una especie de llanto. Te quedas paralizado, observando cómo brota la sangre y cae sobre su vestido. Y después sales por la puerta más cercana, te giras y contemplas ese rostro desfigurado que te mira por la ventanilla sin asomo de odio: solo hay pena. Una pena antigua, como de tortuga. Suena el silbato, las puertas se cierran, te giras de nuevo y les pides a tus pies de buey que te saquen de esa estación que jamás han pisado. Mientras ellos dibujan surcos en el suelo, tú te repites que no tienes, que nunca tuviste hijos.