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La flor negra

20/05/2022
junio
© María José Guitián, 2022

Ningún piso, ni aquel palacete del centro que habían destrozado sistemáticamente varias hordas de ocupas, ni siquiera ese sótano carcomido por la humedad y las cucarachas que había vendido por mucho más de lo que valía un año antes, le había producido tanta inquietud, tanto asco y, por qué no admitirlo, tanto miedo. La culpa, lo sabía, era del sofá, de los cojines, de la tele, de ese surtido de normalidad que los herederos habían dejado atrás —porque solo alguien a quien los objetos y los recuerdos le avergüenzan, le asustan o le duelen los abandona así, sin piedad ni remordimiento—, de ese pasillo lleno de fotos amarillentas y de la puerta que estaba al final. Y del contraste que había entre esa puerta, cubierta de muescas, manchas y golpes que parecían de patadas, y el resto de la casa, que, aunque se había quedado anclada en los años ochenta, como anunciaban el papel pintado, las colchas y los muebles, era limpia, coqueta y digna. Y de la mirilla y los cinco cerrojos, claro. De ese ojo de pez brillante y diminuto y de esas cinco cerraduras que habían instalado por fuera, cada una de un tamaño, de una clase y de un color. La más pequeña estaba abajo, y por encima de ella —como si aquello que trataran de contener hubiera ido creciendo con el tiempo— se desplegaban las otras cuatro, cada una más grande, más sofisticada, más resistente que la anterior. Las llaves colgaban, junto a la del portal y la de la puerta principal, del llavero que el abogado le había entregado con la documentación, y cuando, la primera vez que visitó el piso, Marisa comprendió que correspondían a las cinco cerraduras de una habitación, y no a trasteros, buzones, cuartos de contadores, patios o altillos, como había supuesto, no pudo usarlas. Se quedó paralizada delante de la puerta, el llavero en la mano derecha y la izquierda en el aire, sin atreverse ni a mirar por la mirilla ni a rozar ninguna de las piezas metálicas, con una mezcla de curiosidad y angustia en la que acabó pesando más la desazón, el temor de descubrir qué habría al otro lado. Volvió sola en dos ocasiones más, siempre con recelo, primero para sacar fotos y luego para dibujar un plano exacto de la casa (ese que siempre ponían en el escaparate y que casi nadie consultaba), pero al empezar a medir y anotar se dio cuenta de que no tendría más remedio que entrar en la habitación, así que cerró el cuaderno, guardó el medidor láser en su estuche, lo metió en el bolso y se marchó. Regresó cuatro días después con Rubén, el júnior de la inmobiliaria, una forma elegante de decir que todavía era joven y le pagaban una mierda, y únicamente en su compañía, echando el cuerpo hacia un lado, como si pensara que una fiera iba a embestirla al abrir, se atrevió a probar las llaves, identificarlas con pegatinas y girarlas.

*

Ya está la nena con la flor negra atravesada en la garganta, Luciana. Cada vez le brota más a menudo y con más fuerza, como si en lugar de una flor fuera un árbol, como el pino gigante de la playa, ¿te acuerdas?, que buscando el agua taladró la tierra hasta encontrarla dentro de casa, en el aljibe de la cocina, qué impresión te dio cuando vimos las raíces metidas en su saco de arpillera, un muerto creíste que era, húmedo e hinchado, el francés que, según nos contaban de pequeños, se había esfumado una noche de borrachera, quizá asesinado, quizá ahogado. Pues así está la nena, Luciana, ahogada, invadida por esa hiedra oscura que se la come poco a poco, y a mí con ella. Hace ya bastante que las cerraduras apenas sirven de nada, estoy mayor, ando mal de reflejos y se me suele escapar cuando abro porque llevo mucho sin oírla, o porque no la veo cuando echo un vistazo por la mirilla, o porque se pone a llorar y suplicar y a mí se me parte el alma, o porque le llevo comida, o porque intento retirar el orinal, o porque entro con la esponja, la colonia y la ropa limpia para asearla: casi no lo permite, pero procuro lavarla y cambiarla cada tres días, como a ti te gustaba, aunque últimamente enseguida comienza a morder, a insultarme y a gritar y lo único que consigo antes de quitármela de encima y salir de su cuartito a toda prisa es echarle un chorro de Heno de Pravia, un chorro a ella y otro en la habitación, para que no huela tan mal; la ventana está cerrada y bien cerrada, la persiana y las tablas aguantan en su sitio, pero me horroriza que la peste se filtre por ahí y los vecinos empiecen a notarla, surjan las preguntas y yo tenga que mentir, inventarme que la nena está de nuevo en el hospital, o en terapia, que serán las tuberías o el sumidero del patio; no me gusta mentir, nunca se me ha dado bien mentir, tú siempre me pillabas, hasta en las mentiras más insignificantes me pillabas, como cuando compraba las sardinas de oferta en lugar de las de primera y me gastaba las vueltas en un chato y la tragaperras del bar, con cara de culpable debía de volver a casa, porque siempre lo adivinabas, y ya no, ya no me apetece mentir a los vecinos.

A veces, cuando se me escapa, se calma al mirar tus fotos. No quité ninguna, y con los años he ido añadiendo más, he llenado el pasillo de fotos antiguas, nuestras, tuyas, mías, de la nena, de sus tíos y de sus primos, para que se reconozca y recuerde que en una época fuimos felices, que la queríamos, que siempre la quisimos, de pequeña, cuando era una cría alegre y buena, y de mayor, incluso cuando se trastornó, que la sigo queriendo ahora que estoy yo solo, que por desgracia la quiero a pesar de todo, como si nunca me hubiera escupido, como si nunca me hubiera puesto una mano encima.

A veces se tranquiliza y regresa a su cuarto despacito, abrazada a mí y murmurando disculpas y disparates en voz baja, y a veces no, a veces vuela a la calle, se esconde vete tú a saber dónde y me la devuelve horas más tarde la policía, o recorre el piso pegando chillidos y patadas, arrancando las cortinas o arrojando libros y sillas a su paso: he guardado las lámparas de mesa, los jarrones y los ceniceros, hasta ese de cristal verde que nos regalaron cuando nos casamos, ese que parecía una ola petrificada y que te encantaba, todo lo que se pueda romper o le sirva como arma lo he tirado a la basura o lo he guardado en lo alto de los armarios; ahora usamos vasos y platos de plástico, también los cubiertos los cambié, porque una mañana me amenazó con un cuchillo con el que luego ella misma se hizo cortes en la tripa, que no fueron nada, mucha sangre y poca herida, no tuve ni que llamar a la ambulancia, al tocarse y mancharse de sangre se le clarearon los ojos, la flor se le diluyó y se puso a llorar en silencio, y entonces se dejó: le curé los cortes con algodón y mercromina, le puse dos o tres tiritas, le dije que no volviera a hacerse pupa, como si fuera una niña le hablé, como si aún tuviera seis años y se hubiera caído de un columpio, le curé las heridas, se las soplé y le canté el sana, sanita, culito de rana, tonto me sentí, tonto y absurdo, tratándola como a un bebé cuando es una mujer de ochenta kilos, más alta, más pesada, más fuerte que yo, tonto y absurdo y ridículo, presa de un ataque de ternura cuando en realidad tengo miedo, miedo y la certeza de que algún día pasará algo, antes o después ocurrirá una desgracia y en ese instante vendrá la policía para detenernos a ella o a mí: no sé a quién se llevarán a comisaría y a quién al depósito, pero estoy seguro de que sucederá algo. Me da terror, Luciana, la nena me da terror: duermo con el llavero bajo la almohada y la puerta de nuestro dormitorio atrancada, porque hasta me imagino que la nena puede transformarse en fantasma y atravesar cerraduras y tabiques; vivo con la tele o la radio a todo volumen, para disimular las voces y los ruidos, sordo como una tapia creen que estoy los vecinos, la del tercero ya me lo ha comentado en plan de broma en más de una ocasión, y me maldigo por no tener el valor de echarle a la nena unas pastillas en la bebida y a continuación matarme yo, o de marcharme y disolverme en la niebla, como tantos desaparecidos, después de entregarle las llaves y una carta al portero, o de mandarle por correo una cosa y otra a la psiquiatra, siempre tan amable y tan comprensiva, pero tan incapaz de resolver nada, que si no hay plazas, que si estamos desbordados, que si vamos a probar otra medicación, que tanto ella como yo sabemos que no mejorará a la nena, que si al fin y al cabo el tutor, el responsable soy yo, puede usted contar conmigo para lo que necesite, cuando lo que yo necesito es una institución en la que se quede ingresada, un hospital donde la atiendan y la tengan controlada, que se lo repetí mil veces antes de rendirme, que tengo miedo, que un día va a ocurrir una desgracia, y ella me sonreía y me pasaba una mano por el hombro, como si yo fuese un perrito triste y ella mi ama.

*

Lo primero que llamó la atención de Marisa y Rubén fue una negritud espesa de caja fuerte; después, el olor a rancio. Rubén le cedió la iniciativa a su compañera, que para eso era veterana y, sin duda, cobraba más que él, pero puesto que Marisa no reaccionaba, alargó un brazo y apretó el interruptor, que estaba fuera, a la izquierda de la puerta. La luz no se encendió, así que acto seguido sacó el móvil de un bolsillo, lo desbloqueó, buscó y tocó el icono de la linterna y dirigió el teléfono hacia la entrada de aquella cueva. Entonces se les reveló una habitación pequeña y estrecha, lo que en cualquier urbanización de obra nueva habría sido un trastero, prácticamente vacía: del techo colgaba un cable, y del cable una bombilla sucia y opaca; al fondo, en una esquina, la más alejada, había un colchón de espuma, sin rastro de cama, mantas o sábanas; sobre él, un ventanuco sellado con tablas, y por las paredes varias capas de papel pintado, unas estampadas, otras lisas, pero todas rajadas y tiznadas, recubiertas de un polvo que con los años había perdido su condición volátil y se había solidificado, convirtiendo los cuatro lienzos del cuartucho en una especie de piel muerta y escamada. A Marisa no le habría sorprendido encontrar allí, por debajo del colchón o entre los muros y sus distintos sudarios, una víbora o una pitón, alguna clase de reptil albino y repugnante, una colonia de insectos ciegos y viscosos; ni siquiera descubrir un dragón, o a un prisionero que se alimentara de oscuridad y silencio, le habría extrañado, pues mientras giraba y sacaba la quinta llave y abría por fin la puerta empujándola con un pie, todos los sonidos —el metal de la cerradura, los crujidos de la madera, el chirriar de unos goznes seguramente oxidados— le habían recordado a los de una mazmorra. Marisa se lo confesó a Rubén, que temía que allí hubiese un moribundo, un cadáver o una criatura abisal, y él la miró y se echó a reír con cierta ansiedad. Luego, decidido a resolver el trámite cuanto antes, entró en la habitación con el teléfono en una mano y el medidor láser en la otra, le dictó las medidas a su colega y ella las anotó rápidamente. Justo cuando cruzaba de nuevo el umbral, nervioso porque Marisa había logrado esbozar en su imaginación varios espantos, tropezó con un objeto que salió rodando del cuartito, rebotó en el rodapié y se detuvo con un tintineo cerámico en mitad del pasillo. Marisa, intrigada pese a todo, se acercó, se agachó y vio una muela grisácea que se le antojó inequívocamente humana. En ese momento se levantó, volvió sobre sus pasos, le entregó las llaves a Rubén y le pidió que cerrara. Mientras bajaba corriendo por las escaleras rumbo al sol de noviembre, comprendió que ella jamás, ni siquiera por la mayor de las comisiones, podría vender esa casa.

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