El puerto ha amanecido cubierto por una manta de algodón gris y áspero. Todo tiene cara de sueño: los edificios, los bazares, las palmeras, las gaviotas y hasta el mar, que está triste y amodorrado, como esperando algo, un milagro, quizá. Samory se imagina a los peces quitándose el pijama y las legañas junto a los barcos, desperezándose y pensando, sin ganas, en ducharse, vestirse e ir al trabajo, como le ha pasado a él esta mañana. Samory sonríe y sigue andando. Quedarse quieto es arriesgarse a coger un catarro. Hace frío, mucho más de lo que es habitual allí, incluso a finales de año, y apenas hay gente por la calle. En el paseo los camareros, esperanzados, han vuelto a montar las terrazas, aunque los únicos que se atreven a sentarse fuera son los pocos jubilados ingleses que se han escapado de los hoteles y de los escasos apartamentos que se han alquilado este invierno. A ellos les enseña pulseras, elefantes de la suerte tallados en madera, camisetas del Barcelona y el Real Madrid, el palo selfie que arrasó en verano, gafas de sol y hasta bufandas y guantes. Es importante adaptar la mercancía a cada estación, así hay más posibilidades de vender algo, pero ningún turista compra nada: se limitan a mirarle con cortesía británica entre cucharada y cucharada de su English breakfast reinterpretado a la murciana y continúan charlando.
Samory avanza deprisa por el paseo, sin insistir demasiado cuando tropieza con algún transeúnte, y a medio camino comprende que es inútil recorrerlo hasta la punta y decide regresar, probando suerte en los cinco o seis bares que encuentra abiertos. Los españoles se han refugiado allí, al calor de la plancha, la tele y las máquinas tragaperras. En La Peña pide un café, un extra para celebrar que es veinticuatro de diciembre, una fiesta grande allí, ofrece mecheros y gorros de lana con poca convicción y sale a la calle sin haber vendido nada. A los diez minutos está en la plaza de la iglesia, donde el paseo se convierte en una carretera larga y ondulante que, después de dejar atrás tiendas, heladerías y supermercados, conduce hasta las playas entre pequeños chalés adosados, casas bajas y jardines sencillos que en agosto inundan el aire de olor a jazmín o dama de noche.
Samory se instala en la puerta de Mercadona y empieza a cantar las canciones que aprendió de su abuelo. Hablan de animales y cosechas, de ríos, manglares y selvas, del sabor dulce de la yuca y los mangos. Tampoco le sirven para colocar nada, ni un collar, pero cuando al cabo de un rato se pone otra vez en marcha, con los siete euros que ha conseguido después de ayudar a varias mujeres a empujar los carritos y meter la compra de última hora en el coche, siente que ha regresado brevemente a casa. No a ese piso viejo y destartalado que comparte en el pueblo con varios compañeros, sino a su hogar, a esa tierra orgullosa y herida de muerte en tantas ocasiones, superviviente pese a todo.
Al cabo de un buen rato Samory descubre que, sin que él lo haya notado, sus Nike naranja fosforito de imitación le han llevado hasta su montaña favorita, la que surge de la arena como un león y parte el mar en dos. Le han contado que antes había allí, en la cima, una casa enorme con forma de transatlántico: su dueño había instalado una sirena de barco que usaba en los días de niebla, muy extraños, y sobre todo en verano, para asustar a los bañistas. Samory sonríe otra vez y en ese momento siente una punzada de hambre. Aunque amenaza lluvia, saca un paquete de clínex de la mochila, busca palos y algas secas y enciende una pequeña hoguera con uno de sus mecheros transparentes. Se sienta en una roca y busca el bocadillo que se ha preparado poco después de levantarse, mientras desayunaba. Y entonces se produce el milagro que el día había prometido.
El cielo se desdibuja y se derrite, se derrama sobre el mar como un cuenco de leche entera. Nieva como nunca ha nevado, tanto que, de repente, Samory apenas distingue sus manos. Los copos de nieve le envuelven como un abrigo esponjoso, y a Samory le alegra el alma ver y tocar por primera vez ese torbellino helado. Samory gira sobre sí mismo, mira hacia arriba, abre los brazos y la boca, saca la lengua y prueba la nieve. Le sabe a nubes, tiene la impresión de estar bebiéndose el mismísimo color blanco cuando, de pronto, percibe un fogonazo rosa: un grupo de flamencos, cinco grandes y tres más pequeños, sin duda confundido por el cambio climático, vuela en círculos sobre la orilla y se dirige luego hacia la rambla, tierra adentro. Y Samory piensa inmediatamente en llamar a su abuelo y describirle tanta belleza.
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