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Ruleta rusa

Como en recepción le habían dicho que no entrase hasta que el piloto se pusiera verde, Jota esperó obedientemente en la puerta con el casco en una mano y los pedidos en la otra. «Menos mal que el sushi no se enfría», pensó al cabo de un rato, después de examinar las fotos que empapelaban el vestíbulo.

Cuando la luz por fin se encendió y alguien abrió por dentro, Jota entró en el plató C y se encontró con un aula antigua, llena de pupitres de madera oscura y cuarteada. Por un lado, riéndose y pegando gritos, salían en tromba un montón de niños uniformados. Al fondo Jota vio una pizarra pintarrajeada con sumas y restas y, sobre ella, un crucifijo manco. A un lado, un mapa de España -Castilla la Vieja, Castilla la Nueva-, y al otro, entre ventana y ventana, cartulinas rizadas con dibujos infantiles y frases de catequesis. Había gente recogiendo cables y material de atrezo y los cámaras se quitaban los auriculares. Jota sabía que todo era falso, pero el aire le olió a tiza y se acordó de las gomas Milán nata y de su boli Bic de cuatro colores. Estaba sonriendo como un idiota cuando notó que le daban un golpecito en la espalda.

-Hola, ¿tienes mi pedido? -le preguntó una chica con pinta de ejecutiva, devolviéndolo a la realidad-. Soy Laura.

Jota dejó la primera bolsa, sushi y maki surtido para tres, y siguió hacia el plató B. Allí el ritual se repitió: la lucecita verde se encendió después de un rato de espera, la puerta se abrió por dentro y Jota, saltando entre focos y alargadores, se encontró de pronto en un cuarto de baño repugnante. En las paredes de azulejo había ríos negros petrificados, huellas de barro en el suelo y manchas de humedad que recorrían el techo como cicatrices de quemado. Un tubo fluorescente, una auténtica chicharra loca, parpadeaba y chirriaba sin descanso, y de la taza del váter, amarillenta bajo su reflejo, salía un nauseabundo líquido color pus que olía a lejía y animales muertos. A Jota le costó recordar que aquello era un decorado, que la peste probablemente solo existía en su imaginación y que tenía que entregar un pedido. Haciendo un esfuerzo por desviar la mirada del lavabo, donde una cuchilla de afeitar se ahogaba en un charco de sangre, rodeó aquel escenario de pesadilla y le gritó a un maquillador, la primera persona con la que tropezó:

-¡Oye, que traigo el sushi!

Diez minutos después de dejar la segunda bolsa, Jota estaba ante la puerta del plató D. Aquel servicio empezaba a parecerse a una ruleta rusa, y encima su jefe iba a abroncarlo por haber tardado tanto. Cuando el piloto verde se encendió por tercera vez, la puerta del estudio se abrió de nuevo y Jota entró para descubrir a una inconfundible Madonna años noventa, vestida con camiseta del Atlético de Madrid, en un camerino enorme. Había ramos de flores por todos los rincones, tazas de café sucias, botellas de agua y champán, tocados, trajes en perchas o tirados sobre las sillas. Entre los técnicos del rodaje se movía un cuerpo de baile entero que se reflejaba desordenadamente en tres espejos. A Jota lo asaltaron de inmediato un olor a maquillaje, sudor y éxito y el estribillo de Like a prayer, que había cantado tantas veces hacía ya tanto… La propia Madonna, quitándose la peluca y la ambición rubia del personaje, le reclamó entonces el tercer pedido y Jota, por fin, salió a la calle un poco más tarde en busca de su moto. «Joder, no soy muy fan, pero estoy deseando ver qué hacen estos del Ministerio del Tiempo en la próxima temporada», pensó mientras arrancaba.

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©María José Guitián

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