Zoilo llegó al cortijo de madrugada, sin comida, exhausto, magullado y con las botas y los pies destrozados. Pese a la luz de la luna, que iluminaba bastante bien el camino, se había caído varias veces y se había golpeado brazos y piernas, y en una ocasión hasta la cara, contra las piedras. Le había costado levantarse. Sus reflejos ya no eran lo que habían sido; tampoco su vista: hacía ya algunos años que lo veía todo entre brumas, con una capa blanquecina que le recordaba a la nieve de enero. De buena gana se hubiera quedado tirado en el camino, para descansar y quizá dejarse morir; esa muerte, sin duda, habría sido más dulce que la que le alcanzaría en unas horas. Sin embargo, se levantó con obstinación una y otra vez y siguió adelante. Debía llegar y descubrir si los rumores que corrían por la sierra tenían algo de cierto, si aquellas criaturas que, según decían, el marqués les había comprado a unos cazadores, eran sus hijos.
Cuando se apoyó en el portón quiso llamar, pero entonces pensó que no podía presentarse así, alborotando en plena noche, de modo que se sentó debajo de un olivo, se apretó en la chaqueta y encendió el cigarro que le quedaba. Le habían contado que eran dos, un chico y una chica; que andaban a cuatro patas; que escupían como animales rabiosos; que tiraban mordiscos y zarpazos a todo el que se acercaba; que el niño gruñía y aullaba en silencio, enseñando unos dientes afilados como agujas; y que la niña tenía un ojo marrón y otro azul que daban miedo y mal fario. Ese silencio y, sobre todo, esos ojos disparejos eran el motivo que había arrastrado a Zoilo hasta allí: a Hipólito lo habían dejado sordomudo unas fiebres cuando su madre aún lo amamantaba, y Guadalupe había nacido con un ojo de cada color, como su abuelo. Zoilo estaba seguro de que aquellos niños eran los suyos, y había emprendido el viaje dispuesto a reparar el daño que les había hecho al entregárselos a aquel pastor del demonio que no cumplió su palabra y los dejó solos en el monte, a merced de las alimañas.
Se los había cambiado por quince pesetas y una mula sin preguntarle qué oficio iba a darles. Sabía que nada bueno les aguardaba a sus hijos con aquel hombre, pero se había convencido de que en su casa de viudo tampoco, porque solo había hambre, ratas y arena seca, así que selló el trato. Cogió el dinero y a la mula y sin pretenderlo miró de refilón a los niños, lo justo para percibir un destello de rabia en el ojo marrón de Guadalupe y otro de escarcha en el azul. De fuego y de hielo: así eran los ojos de Guadalupe. Nunca los había olvidado. Lo habían perseguido durante doce años, como un zorro infatigable persigue a un conejo. Y ahora que estaba enfermo, viejo y cansado, y que tenía una pista sobre su paradero, deseaba que el acecho acabase y redimirse, pedir perdón.
Zoilo dio otra calada, contempló sus dedos retorcidos y recordó de nuevo su encuentro con el pastor: cómo se había acercado a él en el mercado de Moleón, cómo se había interesado por los niños, cómo el hombre le había confesado que al cabo de un año los había abandonado por inútiles, porque Hipólito no podía y porque Guadalupe no quería aprender. Que el niño era corto además de sordo, además de mudo, le dijo; que lo había engañado, le protestó, que ni él ni ella valían lo que había pagado; que la niña era arisca como un gato salvaje y que para rendirla y hacerla suya tenía que molerla a palos. Que a veces ni sangrando consentía, y que gritaba, mordía y a la menor oportunidad echaba a correr y desaparecía durante varios días. Y mientras, su hermano lloraba mansamente, esperando que la niña regresase. Al escuchar al pastor, a Zoilo se le rompieron las compuertas de la pena: las había mantenido cerradas gracias al vino y al mismo empeño que lo había llevado hasta el cortijo, a esa terquedad que Guadalupe había sacado de él, pero en ese momento de nada le sirvió. Miró al pastor, le descerrajó un puñetazo en el estómago y lo habría matado si los paisanos que estaban en el mercado no lo hubieran impedido. Se marchó de allí antes de que llegara la guardia civil y desde entonces, cuando la faena y las fuerzas se lo permitían, peinó la sierra y el monte bajo, los olivares, los pozos, las chozas, sin resultado. Hasta que un nevero le habló de los niños lobo que unos cazadores habían atrapado en una cueva, y de un marqués que se había encaprichado de ellos.
De repente se oyó el canto de un mochuelo y Zoilo se distrajo. Tiró el cigarro, lo aplastó con una bota y distinguió al pájaro en un árbol cercano. Quien lo viera en el tejado de una casa tenía muerte segura en menos de un día, eso decían en su pueblo, así que se alegró de verlo en una rama. Poco después, el ave levantó el vuelo, dibujando una sombra blanca en el aire, y el cielo empezó a clarear y a llenarse de vencejos. Pronto abrirían el portón y podría preguntar por los niños, explicar su historia, rogarles al capataz y al propio marqués si fuera necesario que le permitieran visitarlos. Sin embargo, no hizo falta.
A lo lejos escuchó los ladridos nerviosos de una jauría y voces masculinas, y cuando sintió el chirrido metálico de los cerrojos y el crujido de la madera, se puso en pie, se giró y vio que por la boca del muro salía una partida de caza. Los hombres reían y los perros corrían sueltos, se atropellaban, olisqueaban el suelo en busca de los primeros rastros. Entre ellos divisó a dos más pequeños que iban atados y no actuaban como los demás. En sus movimientos había algo animal, pero también algo humano: aunque andaban a cuatro patas, se movían con menos naturalidad que los perros, como escriben los zurdos contrariados. Era sutil, pero se notaba. Iban descalzos y envueltos en trozos de cuero mal curtido, y la piel que asomaba entre unos y otros aparecía cubierta de mugre, heridas y cicatrices. Babeaban e intentaban atrapar a dentelladas un gato muerto que el marqués, supuso —pues iba bien vestido, como un señorito elegante, y tiraba con autoridad de la larga cadena que agarraba a las dos criaturas—, llevaba colgando de una mano. Zoilo se quitó la gorra y se quedó quieto, observando la escena impresionado. El grupo se fue acercando a él y cuando ya estaba a unos cinco metros, Zoilo se fijó en los ojos de la criatura más grande. Uno era marrón y tenía fuego. Otro era azul y tenía hielo. Y supo que aquellos eran los ojos de Guadalupe, aunque de ella, de la niña que había sido, apenas quedaba nada. La criatura reconoció los ojos, el olor, la presencia, el temor de su padre, y empezó a gruñir, a arañar la tierra, a tensar los músculos y la cadena, preparándose para saltar y atacar con la fuerza de un lobo. Y Zoilo supo también, con la lucidez del último instante, que la cadena se rompería y que en su pueblo se equivocaban, que el mochuelo sentenciaba a muerte a todo quien lo viera, ya fuese en el alero de una casa o en la rama de una encina.