
La flor negra
Ningún piso, ni aquel palacete del centro que habían destrozado sistemáticamente varias hordas de ocupas, ni siquiera ese sótano carcomido por la humedad y las cucarachas que había vendido por mucho más de lo que valía un año antes, le había producido tanta inquietud, tanto asco y, por qué no admitirlo, tanto miedo. La culpa, lo sabía, era del sofá, de los cojines, de la tele, de ese surtido de normalidad que los herederos habían dejado atrás —porque solo alguien a quien los objetos y los recuerdos le avergüenzan, le asustan o le duelen los abandona así, sin piedad ni remordimiento…